El último renacer
Cuando la Tierra quedó reducida a un páramo árido, los poderosos alzaron el vuelo. Naves relucientes, cargadas con los ricos y sus promesas vacías, surcaron los cielos, dejando atrás un planeta moribundo y millones de almas abandonadas.
Los «olvidados» sobrevivieron entre ruinas, respirando un aire denso y tóxico, cultivando la esperanza en terrenos baldíos. Pero la Tierra, testaruda y sabia, comenzó su lenta recuperación. Sin la voracidad de las máquinas y el peso de la ambición humana, la naturaleza reclamó su lugar. Brotes verdes emergieron entre grietas de asfalto, ríos contaminados purificaron sus aguas y el cielo, antes gris, mostró destellos de azul.
Las generaciones pasaron. Los descendientes de los abandonados aprendieron a escuchar los susurros del viento, a vivir en armonía con la tierra. Se convirtieron en guardianes, no amos. Mientras tanto, en sus lejanas colonias, los ricos enfrentaban crisis: recursos agotados, sociedades fragmentadas por la avaricia que nunca dejaron atrás.
Un día, naves oxidadas regresaron. Los descendientes de quienes huyeron suplicaban un lugar en la Tierra renacida. Pero la humanidad que quedó había aprendido una lección vital: el equilibrio no se negocia. Los supervivientes no respondieron con rencor, sino con firmeza y sabiduría. La Tierra no era un recurso; era un hogar que solo acepta a quienes la respetan.
Así, no fue la tecnología ni la riqueza lo que salvó a la humanidad, sino la humildad y la capacidad de escuchar el latido de un planeta que nunca dejó de luchar por sí mismo.
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