Los señores de la guerra

 


    En un mundo donde las fronteras eran solo líneas invisibles y la verdad un recurso tan manipulable como el propio dinero, los verdaderos amos no llevaban trajes militares ni empuñaban armas. Eran ejecutivos de oficinas brillantes, sus manos limpias de sangre pero manchadas de codicia. Las empresas de armamento dictaban el ritmo de la civilización, alimentando conflictos en rincones del mundo que el ciudadano medio apenas sabía ubicar en un mapa.


    Los gobiernos, marionetas bien vestidas, bailaban al compás de intereses económicos disfrazados de discursos patrióticos. Presidentes elegidos bajo la promesa de paz firmaban contratos de muerte en despachos ocultos, mientras las cámaras capturaban sonrisas calculadas. La población, anestesiada por la comodidad y el miedo, prefería no mirar demasiado, no preguntar demasiado.


    En África, el eco de genocidios silenciados por la indiferencia internacional resonaba en campos áridos donde niños sostenían armas más grandes que ellos. En Oriente Medio, el terrorismo de Estado se legitimaba entre acuerdos diplomáticos y discursos sobre seguridad nacional. Los "señores de la guerra" no necesitaban fronteras: su imperio era el caos, su moneda, el sufrimiento.


    Pero el miedo no era exclusivo de los campos de batalla. En las ciudades iluminadas por neón y promesas de progreso, un temor sordo crecía: el de un futuro donde la paz sería solo un paréntesis entre guerras diseñadas para nunca acabar. Y mientras tanto, la mayoría seguía mirando hacia otro lado, refugiada en la ilusión de que el horror siempre estaría lo suficientemente lejos.

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