El bucle infinito


    Héctor vivía atrapado entre líneas de código y la incesante pulsación de su teclado. Era un programador brillante, pero su obsesión por la perfección lo consumía. Cada algoritmo debía ser impecable, cada función una obra de arte. Sin embargo, su último proyecto —un software revolucionario— se resistía a su genio. Un simple error, oculto en miles de líneas, frustraba su objetivo.


    Día tras día, Héctor revisaba el código. Se sumergía en madrugadas interminables, con café frío y una rabia creciente que golpeaba su pecho.


—¿Por qué fallas? —gruñó, mirando la pantalla—. He revisado cada línea, cada maldito bucle... ¿Qué es lo que no veo?


    La pantalla parpadeó con el mismo mensaje implacable: Error de compilación.


    Héctor golpeó la mesa con frustración. Cerró los ojos un segundo… y al abrirlos, todo estaba igual que al inicio del día. El café caliente, el código sin modificar, y el reloj marcando la misma hora que antes.


—¿Qué diablos…? —susurró, sintiendo un escalofrío.


    Pronto se dio cuenta: había quedado atrapado en un bucle temporal. Cada vez que cometía el mismo error, el día se reiniciaba sin piedad. Las horas, los intentos, incluso su agotamiento, se esfumaban, dejándolo de nuevo al principio.


    Intentó todo: reescribir el código desde cero, cambiar la lógica, incluso no hacer nada. Pero siempre fallaba, y el día volvía a empezar.


    Con el tiempo —aunque difícil de medir en un bucle infinito— Héctor comenzó a ver patrones. No era solo el código; era él mismo. Su obsesión lo hacía repetir los mismos errores mentales una y otra vez.


    Finalmente, en un acto de desesperación tranquila, se alejó del teclado, respiró profundamente y dejó que su mente descansara. Al regresar, miró el código con nuevos ojos. Allí estaba el fallo: una simple línea mal ubicada, invisible para su mente agotada.


    Corrigió el error, pulsó "ejecutar" y, por primera vez, la pantalla mostró el resultado esperado. La mañana avanzó, el reloj siguió corriendo y el bucle se rompió.


    Héctor sonrió, no solo por haber triunfado, sino por haber escapado de la prisión que él mismo había creado.

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