Es solo la casa

 


El viento gemía, un lamento gutural que se retorcía alrededor de Blackwood Manor, una silueta dentada y devoradora de luz contra un cielo que sangraba púrpura y negro. Elvira, envuelta en un vestido de luto que parecía succionar el calor de su propia piel, se aferraba a un chal inútil mientras el frío de la casa, un frío que no era de esta tierra, se le metía hasta los huesos. Había regresado a ese mausoleo viviente tras la muerte de su tía abuela, la última de una línea que se extinguía con un escalofriante susurro.

Un crujido, no de madera vieja, sino de algo que se arrastraba, resonó desde el piso de arriba.

—Es solo la casa —se dijo Elvira, pero el eco de su propia voz se ahogó en el silencio opresivo. Cada sombra parecía contener una mirada, cada rincón, un aliento helado.

De repente, una figura se materializó en la penumbra del salón, no caminando, sino deslizándose. Una mujer alta, tan negra como la noche sin estrellas, con un velo tan denso que parecía absorber la luz. Elvira sintió que el aire se le escapaba de los pulmones.

—¿Quién... quién es usted? —logró balbucear, su voz un hilo que se rompía.

La figura se deslizó hacia ella, sin un solo sonido, como si sus pies no tocaran el suelo. Cuando habló, su voz era un susurro que arañaba el alma, como uñas sobre una tumba de mármol.

—Soy la Dama del Velo. Y he esperado tu llegada, Elvira. Siglos te he esperado.

Elvira retrocedió, tropezando con un mueble invisible en la oscuridad, sintiendo el filo de un miedo ancestral.

—¿Esperado? ¿Por qué?

—La maldición de Blackwood —continuó la Dama, su voz vibrando con la desesperación de mil almas condenadas—. Un pacto de sangre, tejido en las mismas piedras de esta mansión. Cada generación, una mujer de tu linaje debe ser reclamada. Una Dama de Negro más para nuestra hermandad eterna.

Elvira sintió un escalofrío que le heló la médula.

—¿La maldición... es real? ¿Como un cuento de niños?

—Tan real como la putrefacción de los cuerpos que alimentan esta tierra —siseó la Dama, y Elvira sintió un hedor a tierra húmeda y decadencia—. Tu tía abuela, tu madre... todas intentaron huir. Gritaron. Lucharon. Pero el pacto es inquebrantable.

La Dama extendió una mano, pálida y translúcida, sus dedos largos y huesudos, como garras de araña.

—Ahora es tu turno, Elvira. Únete a nosotras. Siente el abrazo de la oscuridad.

Elvira sintió un frío que no era de este mundo, un frío que le subía por las piernas, por el torso, hasta el corazón. Las velas parpadearon, no por el viento, sino como si algo las estuviera asfixiando. Las sombras danzaron, y Elvira juró ver rostros, ojos vacíos, otras figuras vestidas de negro, acechando en cada rincón, susurrando su nombre.

—No —dijo Elvira, su voz apenas un suspiro, pero con una ferocidad nacida del terror más puro—. No seré una de ustedes. Romperé esta maldición, aunque me cueste la vida.

La Dama del Velo soltó una risa seca, un sonido que era más un crujido de huesos que una risa.

—Ingenua. Tu voluntad es una chispa contra un abismo. La oscuridad te consumirá, Elvira. Lentamente. Dolorosamente. Como ha consumido a todas antes que tú. Y cuando caigas, tu lamento se unirá al coro de Blackwood Manor por toda la eternidad.

Elvira sintió el peso de siglos de desesperación sobre ella. La mansión misma parecía respirar, un ser vivo que la quería atrapada. Pero en ese instante de terror absoluto, un recuerdo destelló en su mente: las viejas historias que su tía abuela susurraba, no solo de la maldición, sino de un antiguo amuleto escondido, un objeto de pura luz que, según la leyenda, podía repeler la oscuridad.

Ignorando el frío paralizante y las voces, Elvira se lanzó hacia la biblioteca, el único lugar donde su tía abuela se sentía "a salvo”. Entre polvorientos tomos y mapas ancestrales, sus dedos encontraron un compartimento oculto en el hueco de una chimenea. Allí, envuelto en seda descolorida, yacía un colgante de plata con una gema iridiscente que pulsaba con una tenue luz.

    Al tomar el amuleto, una oleada de calor y coraje la invadió. La Dama del Velo siseó, su forma etérea se onduló como humo. Las sombras retrocedieron.

—¡Imposible! —gritó la Dama, su voz perdiendo parte de su poder gélido.

Elvira levantó el amuleto, la gema irradiando una luz blanca y pura que llenó la habitación. Las otras Damas de Negro, antes ocultas en las sombras, se revelaron como figuras borrosas y retorcidas, chillando al ser expuestas. La Dama del Velo retrocedió, susurrando maldiciones que se disolvían en el aire.

—La maldición termina aquí —declaró Elvira, su voz firme y resonante por primera vez en su vida. La luz del amuleto creció, envolviendo toda la mansión. Las figuras oscuras se desvanecieron en la nada, sus lamentos transformándose en silencios. Las paredes de Blackwood Manor dejaron de crujir con lamentos, el aire se despejó del hedor a decadencia.

Elvira permaneció en el salón, respirando hondo el aire limpio. La maldición se había roto. La luz del amanecer comenzó a colarse por las ventanas, tiñendo el polvo y las telarañas con un brillo dorado, prometiendo un nuevo comienzo para Blackwood Manor, y para Elvira. La mansión ya no era una tumba, sino un hogar, liberado por fin.


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