Silencio roto
La brisa nocturna se colaba entre los árboles del viejo cementerio, susurrando secretos olvidados. Las hojas crujían bajo los pasos de David mientras avanzaba con manos vacías, sin flores ni ofrendas. El aire olía a tierra húmeda y a reproches no pronunciados. Con el corazón apretado, se arrodilló frente a la lápida de su padre, cuyos grabados comenzaban a desgastarse por el paso del tiempo. El mármol frío reflejaba la luz tenue de la luna, proyectando sombras que parecían observarlo.
—Papá… —susurró, su voz cargada de un rencor acumulado—. Ojalá pudieras escucharme.
El silencio parecía darle la razón, pero de repente una voz familiar rompió la quietud, tan clara que le heló la sangre:
—¿Por qué crees que no puedo, hijo?
David se giró sobresaltado. Frente a él, la silueta difusa de su padre se materializaba, envuelta en una luz tenue. Su rostro mostraba la misma expresión imperturbable de siempre.
—¿Eres tú? —preguntó David, con una mezcla de incredulidad y rabia.
—Soy yo, David.
El peso de los años sin respuestas brotó en forma de palabras amargas.
—¿Sabes cuánto daño hiciste? Nunca fuiste el padre que necesitaba. Solo dejaste promesas vacías y gritos en mi memoria.
El rostro del padre se mantuvo sereno, pero sus ojos reflejaban una tristeza profunda.
—Hice lo que creí correcto. No siempre supe cómo ser mejor.
David apretó los puños, sintiendo cómo el resentimiento le quemaba el pecho.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿Una excusa? No estuviste cuando te necesité. No me enseñaste nada, salvo cómo no quiero ser.
El espectro se acercó un poco, su voz más baja, cargada de un pesar que parecía trascender la muerte.
—Sé que fallé. Y aunque ya no pueda cambiarlo, lamento cada momento en que no estuve a la altura. Mi ausencia fue mi mayor error.
David tragó saliva, sintiendo que las palabras de su padre no aliviaban su dolor, pero tampoco lo alimentaban como antes.
—No vine a perdonarte. Solo quería decirte que sobreviví sin ti. No gracias a ti... sino a pesar de ti.
Un viento frío sopló, desvaneciendo la figura del padre poco a poco. Su última respuesta flotó en el aire:
—Tal vez eso sea lo único que necesitabas saber.
David se quedó allí, con el corazón aún pesado, pero extrañamente más ligero. No encontró paz ni consuelo, pero tampoco el vacío habitual. Solo la certeza de que había dicho lo que durante tanto tiempo guardó en silencio.
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