El éter del abismo


    En una brumosa ciudad sumida en el crepitar de engranajes y vapor, el doctor Efraín Valdemar, un erudito obsesionado con los límites de la existencia, emprendió un experimento que desafiaba los cimientos mismos de la realidad. Su laboratorio, un santuario de tubos de cobre y bobinas chispeantes, vibraba con la energía de su ambición: trascender la frontera entre la vida y la muerte.


    Valdemar creía que la conciencia humana no era más que una corriente etérea, susceptible de manipulación mediante complejos impulsos eléctricos. Inspirado por teorías metafísicas olvidadas y apoyado en artefactos impulsados por vapor, construyó el Aparato del Umbral: una máquina que, según su hipótesis, podría atrapar el "alma" en el instante de su partida.


    La noche de la prueba definitiva, el laboratorio relució entre penumbras. Conectó electrodos al cuerpo de un voluntario moribundo, mientras engranajes giraban y el zumbido eléctrico se intensificaba. Un destello cegador y un grito desgarrador marcaron el inicio del experimento. El cuerpo quedó inmóvil, pero sus ojos abiertos reflejaban un abismo insondable.


    Valdemar observó atónito cómo la voz del difunto resonaba desde el vacío, un susurro que parecía venir de todas partes y de ninguna. La conciencia atrapada hablaba de horrores más allá del tiempo, de dimensiones que el hombre no debería conocer.


    El experimento fue un éxito… y un fracaso. Valdemar descubrió que, aunque podía retener el alma, jamás podría liberarla sin consecuencias. La máquina fue destruida, pero los ecos de aquel grito aún resonaban en los rincones oscuros del laboratorio, como un recordatorio de que hay límites que nunca deberían cruzarse.

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