El juicio del legado


    En el lejano país de Zarhuna, la política no era un simple juego de poder, sino un pacto sagrado con el pueblo. Allí, todo gobernante sabía que su mandato no terminaba al dejar el cargo; su verdadero juicio apenas comenzaba.


    Cada cinco años, tras la conclusión de su gobierno, el exdirigente era llevado a la Plaza del Eco, un enorme anfiteatro donde miles de ciudadanos esperaban ansiosos. Se celebraba el Juicio del Legado, una ceremonia ancestral donde el pueblo, mediante votos y testimonios, decidía el destino del exgobernante.


    Si su gestión había sido honrada, justa y próspera, el pueblo le otorgaba el título de Guardia del Pueblo. Se le rendían honores, disfrutaba de ciertos privilegios y su nombre era inscrito en la Columna de los Justos, un monumento que lucía en el corazón de Zarhuna. Vivía como un ciudadano más, pero su legado brillaba como ejemplo para futuras generaciones.


    Sin embargo, si el juicio revelaba corrupción, abuso de poder o despotismo, el castigo era severo. Las penas variaban según la gravedad: desde el destierro perpétuo hasta la mutilación simbólica, representando la parte de la sociedad que había traicionado. En casos extremos, cuando el daño causado era irreparable, se dictaba la Sentencia Final, que podía llevar a la ejecución pública.


    Esta tradición, dura pero efectiva, mantenía viva la esencia de Zarhuna: un país donde el poder no era un privilegio, sino una responsabilidad sagrada, y donde el verdadero juez siempre era el pueblo.

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