La sinfonía de Andrómeda
El año 2147 marcaba una humanidad esparcida entre estrellas, aferrándose a retazos de identidad en un cosmos indiferente. En la estación orbital Eurídice, suspendida cual lágrima de cristal sobre Gliese 581g, vivía Kael Vorr, un músico visionario cuyo arte traspasaba las fronteras de la comprensión humana.
Kael no conocía cuerdas ni teclas. Su creación suprema era el aetérfono, un artilugio etéreo forjado con filamentos de luz sólida y esferas de antimateria danzando en jaulas gravitacionales esculpidas en vacío. Al activarlo, el espacio parecía respirar, y el tiempo mismo se curvaba al compás de una sinfonía suspendida entre lo real y lo imposible.
El sonido del aetérfono no se limitaba al oído: era una experiencia total. Vibraciones de frecuencias gravitacionales se infiltraban en la mente, evocando paisajes que jamás existieron, memorias de vidas nunca vividas. Las notas eran destellos cromáticos que palpitaban en el aire, entrelazándose con aromas indescriptibles y texturas que rozaban el alma.
Kael perseguía una obsesión: la Armonía de Andrómeda, una sinfonía capaz de resonar con la estructura íntima del universo. En su último concierto, fusionó su conciencia con el aetérfono, desdibujando la línea entre el creador y la creación. La música emergió como un diluvio de luz líquida, un río de sensaciones que trascendía el lenguaje. Las paredes de la estación se dilataron, y los asistentes juraron vislumbrar fragmentos de un cosmos paralelo, constelaciones que jamás habían existido.
Cuando la última nota se disipó, Kael ya no estaba. Nadie supo si se desvaneció o si la música lo absorbió en su propio eco. Solo quedó el aetérfono, vibrando en silencio, y un eco eterno que aún flota entre las estrellas, susurrando la melodía de un alma que alcanzó lo infinito.
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