La casa del olmo
La pareja llegó puntual. Clara y Martín se bajaron del coche con una mezcla de ilusión y escepticismo. Habían visto muchas casas, pero ninguna les había convencido. El agente inmobiliario, un hombre de unos sesenta años con chaqueta de tweed y sonrisa amable, los esperaba en la verja.
—Bienvenidos —dijo—. Soy Julián. Gracias por venir. Esta es la casa del Olmo. Construida en 1923, restaurada hace cinco años. Tres habitaciones, dos baños, jardín trasero, sótano amplio. ¿Listos para enamorarse?
Clara soltó una risa nerviosa.
—¿Y el precio es correcto? ¿No falta un cero?
—Es correcto —respondió Julián, sin perder la sonrisa—. Y sí, es una ganga.
Martín frunció el ceño.
—¿Y por qué lleva tanto tiempo en venta? La vimos hace seis meses en el portal.
Julián abrió la puerta principal con una llave antigua.
—Ah, eso... lo hablaremos luego. Primero, la visita.
La casa era perfecta. Techos altos, suelos de madera, luz natural en cada rincón. Clara se detuvo frente a una chimenea de mármol.
—Es como sacada de una película.
—O de un sueño —añadió Martín.
Subieron al piso superior. Las habitaciones eran amplias, con vistas al jardín. El baño principal tenía una bañera con patas de león. Julián los dejó explorar mientras él se quedaba en el pasillo, mirando un retrato antiguo colgado en la pared.
—¿Quién es? —preguntó Clara al volver.
—La señora Elvira. Antigua propietaria. Vivió aquí hasta 1971.
—¿Y murió aquí? —preguntó Martín, medio en broma.
Julián bajó la mirada.
—Sí. En esta misma casa. En esa habitación, de hecho.
El silencio se hizo incómodo.
—¿Y eso tiene algo que ver con el precio? —preguntó Clara.
Julián suspiró.
—Verán… no todos los compradores se sienten cómodos con lo que voy a contarles. Pero ustedes parecen sensatos.
Los condujo al sótano. Era amplio, con paredes de piedra y una bodega antigua.
—La casa es perfecta, sí. Pero tiene historia. Desde la muerte de Elvira, algunos inquilinos han reportado cosas… extrañas.
—¿Cómo qué? —preguntó Martín, cruzado de brazos.
—Susurros. Puertas que se cierran solas. El olor a lavanda en habitaciones vacías. Y una voz que canta por las noches. Siempre la misma canción: “Volver”.
Clara se estremeció.
—¿Y usted lo ha oído?
—Yo no vivo aquí. Pero sí, lo he oído. Una vez. Fue suficiente.
Martín intentó bromear.
—Bueno, si el fantasma canta Gardel, no puede ser tan malo.
Julián sonrió, pero su mirada se volvió seria.
—Elvira no era malvada. Pero está… presente. No se ha ido. Y no todos pueden vivir con eso.
Clara miró a Martín. Él le devolvió la mirada. Había algo en esa casa, algo más que miedo. Algo que los atraía.
—¿Y si no nos molesta? —preguntó ella.
—Entonces esta casa es suya —dijo Julián—. Pero recuerden: aquí no están solos.
Esa noche, Clara y Martín cenaron en silencio. El restaurante estaba lleno, pero ellos parecían aislados en su propia burbuja. La casa del Olmo seguía rondando sus pensamientos.
—¿Tú crees que lo del fantasma es verdad? —preguntó Clara, rompiendo el silencio.
Martín se encogió de hombros.
—No lo sé. Julián parecía sincero. No estaba vendiendo miedo, solo contando lo que sabía.
—¿Y si es cierto? ¿Podríamos vivir con eso?
Martín se apoyó en la mesa, pensativo.
—Mira, la casa es perfecta. Tiene todo lo que queremos. Y el precio… es casi un regalo. Pero no sé si podría dormir tranquilo sabiendo que hay alguien más ahí. Aunque no sea peligroso.
Clara jugueteó con su copa de vino.
—Yo no siento miedo. Es raro, pero cuando estábamos dentro, sentí paz. Como si la casa nos aceptara.
—¿Y si eso cambia? ¿Y si Elvira no quiere que vivamos allí?
—¿Y si sí? —respondió Clara—. Tal vez no se trata de huir de lo que no entendemos, sino de convivir con ello. No todos los fantasmas son malos. Algunos solo están… esperando compañía.
Martín la miró con una mezcla de asombro y ternura.
—¿Estás diciendo que quieres compartir casa con un espíritu?
—Estoy diciendo que quiero compartir casa contigo. Y si Elvira está incluida… bueno, que sea parte del trato.
Martín sonrió, rendido.
—Entonces mañana llamamos a Julián.
Clara levantó su copa.
—Por nosotros. Y por Elvira.
Brindaron. Afuera, la noche parecía escuchar.
La mudanza fue rápida. Clara y Martín llegaron con cajas, muebles y entusiasmo. Elvira, en cambio, ya estaba allí.
El primer día lo pasaron desempacando. Clara decoraba con mimo, colocando flores secas en jarrones antiguos. Martín instalaba la televisión, revisaba enchufes, probaba cerraduras. Todo parecía normal… hasta que cayó la noche.
—¿Has oído eso? —preguntó Clara desde la cocina.
—¿Qué cosa?
—Un susurro. Como si alguien dijera mi nombre.
Martín se acercó, serio.
—Debe ser el viento. Esta casa tiene muchas rendijas.
Pero esa noche, ninguno durmió bien. La madera crujía, las cortinas se movían sin corriente, y la radio del salón se encendió sola a las tres de la mañana. “Volver”, cantaba Gardel.
Al día siguiente, Clara estaba callada. Martín, irritable.
—No podemos vivir así —dijo él mientras desayunaban—. No hemos dormido. No es normal.
—¿Y qué esperabas? —respondió Clara—. Sabíamos que esto podía pasar.
—Una cosa es saberlo. Otra es vivirlo. No puedo trabajar si no descanso. No puedo estar alerta todo el tiempo.
—¿Y crees que yo sí? —Clara se levantó de golpe—. Estoy intentando adaptarme. Esta casa me gusta. Pero tú estás a la defensiva desde que llegamos.
—Porque tú pareces encantada con todo esto. Como si Elvira fuera tu amiga.
—Tal vez lo sea —dijo Clara, bajando la voz—. Tal vez solo quiere que la escuchen.
Martín la miró como si no la reconociera.
—¿Estás hablando en serio?
—Sí. Y tú deberías dejar de pelear con lo que no entiendes.
El silencio se instaló entre ellos. No era solo la casa la que necesitaba adaptación. Era su relación, puesta a prueba por lo invisible.
Esa noche, Clara dejó una vela encendida en el salón. Martín durmió en el sofá. Y Elvira, como siempre, cantó.
Pasaron tres días sin apenas hablarse. Clara evitaba el salón, donde la radio se encendía sola. Martín dormía con tapones. La casa del Olmo, tan hermosa, se había vuelto un campo minado de silencios y sospechas.
Una noche, Clara bajó al sótano con una libreta. Encendió una vela y se sentó frente a la vieja bodega.
—Si estás aquí —dijo en voz baja—, necesitamos entenderte. No queremos echarte. Solo vivir contigo.
Clara mostró la libreta a Martín. Él palideció.
—¿Tú escribiste esto?
—No. Y no estaba anoche.
Martín se sentó, incrédulo.
—¿Y qué significa eso?
—Creo que Elvira no quiere asustarnos. Solo quiere que su historia no se pierda.
Decidieron investigar. Buscaron en archivos locales, hablaron con vecinos mayores. Descubrieron que Elvira había sido maestra, soltera, amante de la música. Murió sola, sin familia. Su tumba estaba olvidada en el cementerio del pueblo.
Clara tuvo una idea.
—Vamos a hacerle un homenaje. Una pequeña ceremonia. Que sepa que no está sola.
Esa noche, la radio volvió a encenderse. Pero esta vez, la canción terminó. Y no volvió a sonar.
Martín abrazó a Clara
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